Al contemplar al Cristo de los Remedios, nos fijamos en sus heridas. Están magistralmente representadas en la imagen, nos conmueve imaginar el dolor que causaron aquellos clavos y aquella lanza. La sangre que brota de sus llagas nos recuerda el altísimo precio de nuestra salvación. Sin embargo, hay un detalle que a menudo pasa desapercibido: Cristo resucitado también conserva sus heridas. Por eso, al acercarnos a Cristo, no tengamos miedo de mostrarle nuestras heridas. Él no se escandaliza de nuestro dolor, ni de nuestras historias. Al contrario: las toma con ternura, las besa con misericordia y, poco a poco, las convierte en señales de su gracia.